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Misión: más cultura y cero bombas (El Pais - 2016)


Convencido de que la miseria es el gran caldo de cultivo del yihadismo, el artista y escritor Mahi Binebine impulsa centros culturales para contrarrestar el fanatismo entre los jóvenes

MARIBEL MARÍN

9 FEB 2016

EL PAIS

La novela más fascinante no resiste una comparación con la vida de Mahi Binebine (Marraquech, 1959), tal y como él la cuenta a lo largo de más de un día de conversaciones tan serias como informales en Casablanca y su ciudad natal. Hijo de un fiel cortesano del rey Hassan II que abandonó a su madre y renegó de su hermano Aziz —condenado a 18 años de tortura y oscuridad en las mazmorras de Tazmamart por la intentona de golpe de Estado de 1971 contra el monarca represor—, este artista y escritor, con obras en el Museo Guggenheim de Nueva York y libros publicados por las mejores editoriales, se ha pasado la vida procesando su existencia y buscando la belleza en la miseria humana. Hay salida para todos los personajes de sus pinturas, esculturas y novelas. Hay salida incluso cuando habla de los yihadistas suicidas que dejan regueros de sangre y miedo.

Binebine, casado y con tres hijas, ha publicado en España su exitosa novela Los caballos de Dios (Alfaguara), ficción inspirada en el atentado múltiple perpetrado simultáneamente por 14 jóvenes en 2003 en Casablanca en el que murieron 45 personas. Todos tenían algo en común. Habían crecido en Sidi Moumen, una barriada olvidada por las instituciones y muy cotizada por las mafias religiosas que fabrican terroristas suicidas.

Mahi Binebine pinta en su estudio en una residencia de artistas cerca de Marraquech © Photo DANIEL MORDZINSKI

—En Marruecos no estábamos acostumbrados al terrorismo, este país no es violento. Quise ir a Sidi Moumen para entender qué estaba pasando —dice el escritor—. Cuando llegué, no me encontré un barrio pobre, me encontré una ciudad de 300.000 personas viviendo en condiciones terribles, sin electricidad, sin agua… Vi a unos chavales jugando al fútbol en un vertedero y me pregunté qué puede llevar a críos normales como ellos a convertirse en bombas humanas.Quise que fueran los protagonistas de la novela. Empecé a escribirla en 2004 y paré en 2006 porque estaba entendiendo demasiado bien por qué se hicieron estallar.

—¿Tuvo miedo de que le acusaran de apología del terrorismo?

—Tuve miedo de acabar justificando lo injustificable. Me dije que si yo hubiese nacido allí, sin ir al colegio, en una cloaca, sin horizonte ninguno, hubiera sido presa fácil de los creadores de sueños. Porque esos niños no son monstruos como los pintan en las películas norteamericanas. Si hay un monstruo es el Estado que los deja abandonados, los monstruos son estas mafias religiosas a las que dejaron asentarse en los setenta en estos barrios cuando el enemigo no era el islamista sino el comunista y el socialista. Arabia Saudí nos dio el dinero pero también a los salafistas, y un día nos encontramos con que están en todas partes y que han hallado un caldo de cultivo en la miseria. Ahora más que nunca necesitamos la cultura. Antes que el pan. La cultura es clave, la cultura me hizo a mí.

Para entender la vehemencia con la que defiende este argumento hay que remontarse a los años sesenta, a la medina de Marraquech. Entonces, este artista dual no era más que un niño que jugaba con los zapatos rotos en las pobres callejas del barrio. Y que al volver de la escuela se detenía a escuchar a los cuentacuentos de la plaza Jemaa El Fna, quién sabe si para escapar de su realidad. Nacido en una familia humilde de siete hermanos, su padre, Mohamed, un erudito conocido como el bufón del rey, los abandonó de niños tras un episodio que el escritor cree digno de una telenovela. Su madre no había tenido aún a su cuarto hijo cuando se enteró de que su marido estaba también casado con otra mujer con la que acabaría teniendo ocho vástagos. “Resulta que murió el padre de la primera esposa”, dice el escritor sin parar de reír, “y de repente mi madre se encontró con que había gente que pasaba por casa a darle el pésame. ‘¿Pero qué ocurre? ¡Si mi padre murió hace 20 años!”.

La madre de Binebine es esencial en la biografía humana y artística de este escritor, que solo en Francia ha vendido 30.000 copias de Los caballos de Dios, novela traducida a 15 idiomas, finalista del Premio Impac de Dublín, y llevada al cine con gran éxito por Nabil Ayouch. Mina, esa mujer que partiendo de la nada se puso a estudiar Derecho a los 40 años y acabó trabajando en el Ministerio de Finanzas, no solo logró sacarles de la medina, les dio también una lección: “Puedes ser mejor aún y vivir mejor”. Binebine todavía recuerda el día en que él le pidió dinero para abrir un café y ella le contestó: “¿Dinero? Aquí lo tienes. Pero tú verás. Yo te veo más entrando en el café a que te sirvan que al revés”.

El artista, que pasa de la túnica al vaquero con asombrosa normalidad, no abrió el café en Marraquech pero sirve lo que se tercie en el salón de su casa-museo plagada de pinturas y esculturas suyas que expresan la congoja por el sufrimiento de su hermano durante su brutal encierro y plantean una reflexión global sobre la represión y la libertad. Hay también obras de otros artistas con los que ha vuelto a la tradición del trueque, práctica que no limita al ámbito pictórico. Cambia hasta sus codiciadas obras por buen vino francés y español que nunca falta sobre el mantel. Generoso y hospitalario, este musulmán con cinco empleados en casa, que recibe ante un árbol de Navidad y sienta a su mesa a cenar a gais en una nación en la que la homosexualidad está castigada con la cárcel, brinda una acogida fuera de lo común y cuenta su vida con una entrega inusitada.

—¿Qué fue antes, la pintura o la escritura?

—Fue todo al mismo tiempo.

Todo comenzó en París en los setenta, esa ciudad que ha sufrido al embate del terrorismo del que habla Binebine en la novela, que ha registrado lo que el escritor considera nefasto para el país y también para tender puentes a esos márgenes que son cuna del yihadismo: el importante avance en votos del Frente Nacional.

—Es una catástrofe y solo está empezando. La política actual es tan estúpida… Los socialistas hablan de quitar la nacionalidad a los franceses vinculados al terrorismo. ¡Eso significa que se creen que no son franceses! Pero es normal. En París, igual que en otras capitales de Europa, abandonaron en los barrios periféricos a los inmigrantes y 30 o 40 años después han despertado. Lo que se han encontrado son franceses o españoles que se sienten excluidos y que no tienen ningún vínculo con las ciudades en las que viven. Son personas fácilmente manipulables y están en las grandes capitales. Todo el mundo está amenazado.

El caso es que Binebine se fue a París en esos años de cuestionables políticas migratorias para hacer algo que no le interesaba. Él quería ser artista, pero era muy bueno en matemáticas así que —cosas de su madre— acabó haciendo la carrera. Trabajó después ocho años de profesor y tuvo la fortuna de conocer al dramaturgo español Agustín Gómez Arcos, exiliado por el régimen de Franco, que le introdujo en los círculos culturales. Y resultó así que en la ciudad de las banlieues, el inmigrante Binebine cenaba con fotógrafos, artistas y periodistas que arreglaban el mundo cada noche en el restaurante portugués Chez Albert. Fue precisamente Gómez Arcos quien, tras un intercambio epistolar, le dijo: “Escribes muy bien. Deberías escribir un libro”.

—Empecé a pensar en ello y escribí mi primera novela, El sueño del esclavo. Agustín leyó la primera página y me dijo: “Mañana empezamos a trabajar”. ¡La reescribió frase a frase! ¡Entera! La llevó a Ediciones Stock y la aceptaron. Se vendieron 8.000 copias y se tradujo a tres idiomas. Tenía que escribir un segundo libro.

Esa obra se tituló Los funerales de la leche y está dedicada a su madre, que murió de cáncer a los 67 años, muy poco después de confirmar que su hijo Aziz era uno de los cuatro supervivientes de Tazmamart. Ese fue el regalo que recibió antes de ­exhalar el último suspiro y de entregar ella misma a Mahi un obsequio vital al dejarle el camino expedito para entregarse a su vocación. Binebine inició entonces, con Amia, hoy su esposa, una nueva vida como artista en Nueva York. Su hermano pequeño, un aspirante a comediante que se había hecho rico al desviarse de su camino hasta convertirse en inversor, le dio la cobertura económica. Las figuras de sus cuadros de cera y pigmentos conquistaron a un par de galeristas, pero su proyección no llegó hasta que el Guggenheim le compró una pintura.

“Esos chavales no son monstruos. Los monstruos son el Estado, que los abandona, y las mafias religiosas”

—Fue cuestión de contactos, no de talento. Entonces no estaba preparado. Me hice amigo de una historiadora del arte a la que le gustaba mi trabajo y ella asesoraba a Barbara Jonas, que dona cada año unos 20 millones de dólares al Guggenheim. Le enseñó mi catálogo, le gustó, me compró obras y habló de mí al museo.

—¿Mientras tanto seguía escribiendo?

—Sí, en paralelo fui escribiendo La sombra del poeta, La patera, Polen, Las historias de Marrakech… Compatibilizo literatura y pintura cada día. Escribo de 8.00 a 12.00 y por la tarde pinto en mi estudio en la residencia de artistas de Mohamed Mourabiti.

Las puertas de este espacio, que beca a creadores de todo el mundo, están abiertas. Nadie vigila las obras, ni siquiera las de Binebine, que nacen en este complejo —explica el artista— para lucir después en museos como el Pompidoude París o las dependencias del rey Mohamed VI.

—Con la pintura no veo el final del día. La pintura en mí es natural, la escritura no. Con la literatura no hago más que perder el tiempo con el diccionario buscando la palabra exacta. No escribo rápido, tardo cuatro horas en escribir media página. No creo en esa gente que habla de la página en blanco, siempre hay trabajo que hacer. Para empezar, corregir lo que hiciste ayer, porque al corregir te vienen más ideas.

—¿Qué libro tiene ahora en la cabeza?

—Uno sobre mi padre, El bufón, que murió con 94 años. Uno de mis medio hermanos, que es amigo mío, estaba fascinado con él y, durante 25 años, cada vez que iba de vacaciones a Marruecos y mi padre comía en su casa ponía la cámara y le grababa hablando sobre sus días con el rey Hassan II. Me dio el material y me dijo: “Eres el único que puede hacer algo con esto”.

Su hermanastro fue cónsul en París, ciudad a la que Binebine regresó en 1999 con su familia cuando sintió que en Nueva York se estaba acomodando en exceso. Entonces ya eran cuatro porque habían nacido sus dos hijas mayores. La aventura de este hombre que quiere aprender español solo para entender a Chavela Vargas y María Dolores Pradera duró tres años.

Nabil Ayouch y Mahi Binebine en el exterior del centro cultural que han impulsado en Casablanca. © Photo DANIEL MORDZINSKI

—Cuando vi que Le Pen se presentaba a las elecciones en el país de los derechos humanos, que el Frente Nacional tenía el 20% de apoyos, decidí volver a Marruecos. Le dije a mi esposa: “Vayámonos, también hay extremistas en Marruecos, pero al menos son los nuestros…”. Hassan II había muerto y se estaba abriendo el país.

Los atentados de Casablanca le sorprendieron así recién llegado. Le dejaron estupefacto y con necesidad de comprender.

—Trabajé con asociaciones locales que luchan contra ese proceso de radicalización y captación de los niños y descubrí que se tarda solo dos años en construir bombas humanas. Comienzan por traer a los niños que están en los basureros, los limpian, los visten, les devuelven la dignidad, les buscan un trabajo y empiezan a enseñarles una lectura manipulada del Corán. Les hablan de un boicot americano-sionista para hacer desaparecer los valores tradicionales. Les enseñan vídeos de chechenos y palestinos kamikazes y les prometen el paraíso.

—¿Tan frágil es el ser humano?

—Lo es. Y no se puede hacer nada contra alguien que quiere morir.

—El narrador de su historia es uno de los terroristas, que cuenta su historia ya muerto. ¿Por qué lo planteó así?

—No quería mostrar a estos chicos como monstruos, necesitaba que se les amase. El chico está muerto desde la primera página y tenemos miedo de que muera.

—¿Qué hacer contra el yihadismo?

—Necesitamos más justicia. La injusticia juega en nuestra contra. Ahora parece que las cosas empiezan a moverse porque este terrorismo está en Europa y en América. Pero siguen haciendo negocio. Y lanzando bombas a la gente en Siria. Se necesitan más justicia y cultura.

Binebine nunca ha sido un mero teórico. Es ejecutor. Junto al cineasta Nabil Ayouch, abrieron hace dos años Les Étoiles du Sidi Moumen (título original del libro), un centro cultural que trata de alejar con el cine, la danza, el teatro, la fotografía, los idiomas o la música a 400 niños, de 3 a 18 años, de la suciedad y la falta de horizontes en esta barriada a la que las instituciones han lavado la cara. Las salas están vacías porque es temprano y los niños se dejan caer por allí al salir de la escuela. Todas menos una, donde Yassine, de 12 años, ensaya al piano. “Aquí he hecho amigos y he aprendido a leer música”, dice tras cantar el himno del centro ante una emocionada audiencia citada para conocer un proyecto que quizá ayuden a financiar. Entre ellos hay representantes del BNP-Paribas.

“Queremos descubrir talentos, estamos convencidos de que hay talentos dormidos por falta de recursos”, les explica el cineasta. “Y queremos demostrar al mundo que Sidi Moumen no es una fábrica de kamikazes. Queremos que estos chavales exploten en el buen sentido de la palabra”. La pareja de artistas —que ya tiene financiación para abrir otros tres centros en barriadas de Essaouira, Ouarzazate y previsiblemente en Fez y sueña con exportar esta aventura a otros países de África— decidió que los chavales debían pagar una cantidad simbólica —cuatro euros— para que interiorizaran que tener acceso al centro “es importante”. A los que no la tienen, se les busca un padrino.

—¿Qué ha cambiado en el barrio desde que se abrió el centro?